Acabo de
escribir mi última novela.
Bien pensado no sé si puedo decir
“mi” porque no ha salido realmente de mí, más bien me he sentido utilizado por
ella para salir a la luz: los personajes salían a borbotones por mis dedos,
como queriendo dejar constancia de su existencia en el papel. No he tenido
siquiera que ponerme a pensar en la trama o el desenlace, mi pluma se ha ido
deslizando mecánicamente, entrelazando las palabras y describiendo los lugares
que cuando la leáis vais a recorrer.
No
he tenido que pensar en nada: ni en la maestra revolucionaria de la escuela
unitaria, ni en el boticario que en ese pueblo también es cura (qué cosa más
rara ¿verdad?, normalmente los curas están en el seminario y allí no se estudia
farmacia), ni en el alcalde-médico. También el barbero es herrero, pero todos
los demás son personajes normales, como los de cualquier novela, con sus más y
sus menos, los principales en todas partes llevando el peso de la historia y
los secundarios apareciendo aquí y allá para rellenar los huecos en los que
hacen falta.
Ha
sido una experiencia muy extraña. Todas las mañanas, después de desayunar y de
pegarme la ducha fría de rigor, me he sentado en mi escritorio, frente al papel
blanco, como siempre hago cuando me dispongo a escribir. Pero esta vez la cosa
ha sido muy diferente: en lugar de tener que sacar la lista de papelillos
numerados en los que voy anotando cada uno de los detalles sobre los que
después se construirá la historia; los papelillos con los nombres de los
personajes y su descripción para que no haya después incoherencias a lo largo
de la trama, todas esas anotaciones que voy ampliando y desarrollando para
crear el libro, en lugar de necesitar todo eso, sólo he tenido que tener a mano
un buen montón de hojas en blanco y recambio de tinta para la pluma. Desde el
primer momento en que me senté dispuesto a ir anotando datos con los que tejer
la historia, vi que ésta estaba ya escrita en algún lugar que no era mi cabeza.
Poco a poco empezó a salir y a dibujarse sobre el papel.
Cuando
la leáis os daréis cuenta de que a veces por mucho que las personas parezcan
malas, en realidad no lo son. Todo el mundo actúa y piensa como lo hace por
algo, y somos audaces e injustos a veces cuando nos ponemos a juzgar sólo por
lo que vemos.
A la
maestra la llamaban revolucionaria porque a la semana de llegar al pueblo a dar
clase, reunió a los padres y les recordó que tenían obligación de enviar al
colegio a los niños y a las niñas. En aquel pueblo, hasta entonces, iban al
colegio los niños pequeños hasta los doce o trece años, cuando sus cuerpos ya
habían empezado a crecer y a fortalecerse. Entonces los padres decidían que ya
estaba bien de tanta letra y se los llevaban a trabajar con ellos al campo,
porque al fin y al cabo eso era lo que
iban a tener que hacer durante toda su vida, como habían hecho ellos y sus
padres y sus abuelos por generaciones. Las niñas aún duraban menos en el aula:
ellas no necesitaban ser grandes para empezar a trabajar en casa. Con entender
las órdenes que se les dieran era suficiente. Y eso la mayoría lo alcanzaba con
siete u ocho años. Así que la escuela era más bien una guardería en la que los
más avanzados tenían tiempo de aprender a leer y escribir, y ellos algo de
aritmética, que para el campo también era útil. Por eso la maestra les llamó
incultos y atrasados porque no les interesaba cultivar la inteligencia de sus
hijos, y les recordó que era obligación de los padres llevar los chiquillos al
colegio hasta al menos los dieciséis años, tanto a los niños como a las niñas.
Ella era la revolucionaria además porque vestía pantalones ¡como los hombres! y
aquello estaba muy mal visto. Además vivía sola ¡una mujer tan joven! Y no le
importaba presentarse en la cantina o montar a caballo.
Lo
que nadie sabía de ella ni quiso saber era que fue huérfana y tuvo que vérselas
con las monjas del orfanato hasta que tuvo quince años. Entonces logró escapar
y se puso a servir en una casa llena de mujeres que se ocuparon de que
estudiara por las tardes, y de que tuviese un sustento hasta que decidió
marchar de la casa a compartir lo que tenía con los demás. Y lo que tenía, lo
único que tenía era su lectura y su escritura, y su aritmética y geometría y su
poca química y literatura. Lo que fuera, ella lo quería compartir. Y se hizo maestra.
Al
cura-boticario al principio tampoco le quisieron en el pueblo. ¿Cómo se iba a
mezclar la ciencia con la religión? ¿No se había quemado a alguien por andar
llevando la contraria a la Iglesia en temas que los científicos interpretaban
mal? ¿Cómo era eso de que el cura era farmacéutico si en el seminario se
estudiaba solo latín y griego y un poco de las sagradas escrituras? ¿De dónde
sacaba aquel hombre esas fórmulas magistrales de las que hablaba en la botica y
que de seguro eran conjuros diabólicos? Estaban empeñados en que no era el
obispo el que había mandado al cura allí al morir el anterior. Pero todos eran
analfabetos y nadie podía escribir al obispado en la capital. Así que cada vez
acudían menos vecinos a la misa del domingo, y las viejas se reunían en otro
lugar fuera de la iglesia para sus rosarios y sus novenas.
Lo
que no sabía nadie en el pueblo era que el cura no siempre fue cura. Que
primero fue boticario, que estudió en una de las más prestigiosas universidades
del país y venía de muy buena familia, pero que cuando cumplió los veinticinco
y le hablaron en casa de casarse, él les dijo que no, que llevaba demasiado
tiempo haciendo lo que los demás querían de él, pero que él lo que quería era
servir a Dios y a los demás, y que se marchaba al seminario. Su madre se llevó
las manos a la cabeza, sus tías se desmayaron, su padre le desheredó, pero él
siguió su camino. Ahora estaba en aquel pueblo perdido, donde le veían como
aliado de satán, intentando dar lo que llevaba dentro, incomprendido, y
esperando que alguien, en algún momento diera su brazo a torcer.
Ya os he dicho que vais a aprender que no
somos nadie para juzgar. Porque los habitantes del pueblo también tienen sus
razones para comportarse como lo hacen: porque es un pueblo alejado de toda
ciudad, arriba en la montaña. Sus habitantes tienen fama de duros, fríos y
hostiles, pero aún son juzgados sin saber. ¿Cómo sería usted señora si no
hubiera calles en su pueblo por las que andar? ¿Cómo sería usted si tuviera que
vérselas cada día para llevar agua a su casa? ¿Si aún no hubiera luz, y tuviera
que alumbrarse con las velas de sebo que usted misma tuviera que fabricar? ¿Si
cada año con las nieves se quedara encerrada sin poder salir y tuviera que
sobrevivir con lo que tuviera en la despensa? Seguro que usted señora también
sería adusta en su gesto, árida en su carácter. También recelaría de cualquier
forastero que viniera a contarle las maravillas
que hay en ese otro mundo que no le pertenece a usted. Porque usted no
está para esas cosas. Cuando se nace para sobrevivir y morir no hay tiempo que
perder. No son necesarias las letras ni los números, mucho menos la literatura
que nos cuenta otras vidas que ni imaginar podemos. Las mujeres tienen que
aprender a dar de comer a los hombres y a traer hijos al mundo, y para eso la
naturaleza se basta. No hace falta la botica cuando las generaciones han sabido
sobrevivir con los antiguos remedios que se han heredado generación tras
generación. Y mucho menos hace falta que venga nadie a contarnos las bondades
de un Dios que nos tiene abandonados, que nos manda o bien sequías o bien
inundaciones, que hace que el ganado se lo coman los lobos y que los hijos
varones nazcan muertos.
Como veis, hay mucho que aprender
siempre del que tenemos enfrente. No hace falta leer la novela para darse
cuenta de ello, pero si es necesario que nos paremos un poco a pensar. ¿No
sería mejor si aceptásemos al de enfrente como es e intentásemos meternos en
sus zapatos de vez en cuando? ¿No se evitaría a sí mucho del sufrimiento diario
que todos padecemos y ante el que muchas veces volvemos la cara para mirar
hacia otro lado?
En fin, no os cuento más porque os
desvelaría los secretos de la novela.
Pero al fin, aunque parezca que me
ha dado el trabajo hecho, no está terminada. Me queda algo que pensar…Pero ya
lo pensaré mañana.
PILAR FORTUNY